John W. Cooke y la «superación» del peronismo
Un 19 de septiembre, pero de 1968, fallecía John William Cooke. Abogado y político argentino, fue el principal inspirador e ideólogo del «peronismo revolucionario». Aquí, una síntesis de su pensamiento y acción.
John William Cooke (1919–1968) comprendió al peronismo mejor que otros y otras. Lo captó en sus aspectos más profundos: densos, contradictorios, paradójicos. Y desde el comienzo. Luego, percibió el enorme potencial que podía surgir de la vinculación entre el movimiento de masas más grande de Nuestra América y el sentido de la Revolución Cubana (y, en menor medida, de otras revoluciones del Tercer Mundo).
Desde fines de la década del cincuenta, en la Argentina posperonista comenzará a hacerse palpable una de las definiciones clave del cookismo: la imposibilidad de reeditar el frente policlasista que había llevado a Juan D. Perón a la presidencia del país en 1945. La propia dinámica del proceso histórico había transformado a los actores que protagonizaban la escena política, modificando sus funciones reales y potenciales y deteriorando irreversiblemente el régimen burgués nacional y sus formas típicas de unificación de intereses. La burguesía nacional buscaba articularse como segmento del capital monopólico transnacional, y una parte de ella se integraba a la oligarquía diversificada. Tanto en su papel de canal de extracción de plusvalía hacia el exterior como en su función de apéndice del capital monopólico — frenando, de ambas maneras, el desarrollo autónomo de los países periféricos — no podía ser considerada como una fuerza capaz de jugar algún rol histórico «progresista». Las Fuerzas Armadas, por su parte, asumían el horizonte ideológico de la Doctrina de la Seguridad Nacional. A inicios de la década del sesenta, en claro contraste con los años del ascenso de Perón, constituían un bloque sin fisuras.
Para John W. Cooke, el régimen burgués de la Argentina se hallaba en estado de descomposición y no podía dar soluciones a la crisis económica que vivía el país producto del fin de la bonanza de los años de posguerra. Pero sabía que, ante la ausencia de una fuerza capaz de excederlo y sustituirlo, dicho régimen podía perpetuarse al infinito, profundizando la crisis. Y, dado su carácter policlasista, tal descomposición se manifestaba también al interior del peronismo. La tarea que le correspondía al «peronismo revolucionario», por tanto, consistía en crear, sobre las cenizas del régimen, las «condiciones subjetivas», la «conciencia revolucionaria» y la organización adecuada, librando al movimiento, en el mismo acto, de aquellos componentes que lo corroían desde el interior.
Cooke estaba convencido de que las condiciones de la convivencia y la negociación al interior del frente no eran estáticas. Por el contrario, venían modificándose ya desde 1952, y en un sentido desfavorable para los trabajadores y las trabajadoras. El golpe de Estado de 1955, de esta manera, había significado la aceleración de un proceso ya en marcha. De forma irreversible, la base de sustentación del «Proyecto Nacional» se había transformado. Su reformulación exigía repensar una multisectorialidad de nuevo tipo, un «bloque» renovado. Era preciso gestar un nuevo entorno que sirviese como punto de partida para perseguir ideales de cambio social. De lo contrario, la energía popular del peronismo podía devenir — como, a la larga, devino — en un «artefacto pop».
Las contradicciones al interior del peronismo expresaban una realidad vinculada al agotamiento de las formas «populistas» de garantizar la acumulación de capital. Esas formas, que ponían coto a los intereses del capital y garantizaban la autonomía relativa del Estado frente a las clases dominantes que querían imponer sus condiciones de acumulación, estaban en crisis. Y, junto con ellas, también lo estaban la conciencia y la política «populistas».
El horizonte para la reconstrucción del frente policlasista sentaba sus bases sobre la asimilación del peronismo al sistema; lo fijaba a una condición de fuerza política reguladora de los conflictos sociales en el marco del orden imperante. De ahí el planteo de la necesidad de «superación» del peronismo, ante el riesgo de una unificación de lo nacional y lo social impuesta por las clases dominantes y por sectores cada vez más reaccionarios en lo ideológico. Esa «superación» del peronismo, en el plano ideológico, planteaba la necesidad de reemplazar los contenidos «populistas» de conciencia popular por definiciones más profundas. En el plano político, mientras tanto, reclamaba el relevo de los viejos aparatos e instituciones y su reemplazo por organizaciones de nuevo tipo, articuladas a distintos órganos de poder popular. Cooke consideraba al policlasismo como una herramienta útil para el desarrollo de distintos frentes de lucha, pero no para la batalla ideológica. Una ideología jamás podía ser policlasista.
Es que el cookismo era efecto de la conformación, en el seno del peronismo, de una comunidad plebeya, una comunidad de resistencia a los proyectos de las clases dominantes. Extensos sectores del peronismo asumieron lo plebeyo como contenido político legítimo del movimiento, no como un mero «estilo» o una «táctica» pasajera. Al calor de las luchas sociales, estos sectores fueron delineando una ideología que superaba las imprecisiones y ambigüedades que habían caracterizado al discurso peronista entre 1943 y 1955. Se trataba de una ideología revolucionaria inmanente que, más allá de los niveles de definición alcanzados, distaba de ser una abstracción unilateral o un corpus rígido y estructurado.
John W. Cooke no abjuró del peronismo como punto de partida porque consideraba que una política revolucionaria implicaba una intervención subjetiva en el proceso objetivo, en el proceso real — y, por ende, contradictorio — de la sociedad y la historia. Planteó la necesidad de «interiorizar» la contradicción, el antagonismo, y desde allí militar por la «superación» del peronismo. Una superación concebida como resultado de un proceso colectivo, como la institución de un deber-ser revolucionario a partir de los fragmentos más idóneos, más disruptivos, del ser concreto. Revolucionario «desde abajo», Cooke se entregó activamente a una experiencia del mundo. Optó por participar como el ala izquierda de un movimiento real en lugar de refugiarse en las estructuras o las instituciones y predicar desde un lugar exterior, seguramente mucho más cómodo.
Un interrogante central atravesaba el debate político argentino de fines de la década del sesenta y principios de la del setenta. ¿Podía la clase trabajadora desarrollar una experiencia de autoconocimiento y radicalización desde el peronismo? Para algunos y algunas, por motivos diversos (como la ausencia de una subjetividad revolucionaria o el predominio de categorías propias de las clases dominantes), eso era imposible. El peronismo, para esta visión, jamás podría ser tarima de su propia superación. No podía devenir en socialismo. La superación, por lo tanto, debía venir desde afuera del peronismo y ubicarse, en la escena política, en contra de él.
Para el cookismo, por el contrario, no había otro emplazamiento para superar el peronismo que el propio peronismo. El desafío consistía en situarse lo suficientemente dentro de la realidad que se pretendía transformar pero conservando, a la vez, una exterioridad que posibilite no pertenecerle del todo. Era una maniobra que exigía renunciar a la soberbia y a la coacción, que requería de mucha paciencia y de una inmensa osadía teórica y práctica. Un ardid que reclamaba el ejercicio permanente de una función crítico-corrosiva. Se trataba de gestar una nueva subjetividad, una subjetividad revolucionaria que se alimente de la propia praxis, y no de la imposición de una ideológicamente inmaculada y previamente confeccionada.
Para Cooke, el peronismo no constituía un solar que debía ser habitado a perpetuidad. Si así fuera, pensaba, el trayecto de la autoconciencia se detendría. El proyecto revolucionario poseía autoridad por su nexo con lo precedente (con el peronismo). Pero, luego, sus posibilidades de éxito radicaban en su capacidad de excederlo.